sábado, 27 de junio de 2015

Terror gourmet (III): 'J’accuse' (1938)


A principios del siglo XX, Abel Gance estrenaba J’accuse (1919), un film protagonizado por dos soldados de la I Guerra Mundial enamorados de la misma mujer y cuya secuencia final se inscribía dentro del género fantástico, al mostrar la aparición de un ejército de soldados muertos en combate; durante su rodaje, el director galo contó con la participación de militares profesionales y filmó imágenes reales en el mismo campo de batalla. Años después, y poco antes de que comiencen los preparativos para la II Guerra Mundial, Gance llega a la conclusión de que el mensaje de aquella película sigue más vigente que nunca y decide rodar una nueva versión de su propia historia, aunque en esta ocasión la acción comenzará directamente en el campo de batalla, se eliminarán y añadirán varias sub-tramas, y se cambiará el guión para que haga referencia explícita al nuevo conflicto internacional. De esta forma, a principios de 1938 llega a las pantallas J’accuse (1938), una mezcla de metáfora antibelicista, melodrama romántico inter-generacional y relato fantástico-sobrenatural. 

Los primeros cuarenta y cinco minutos del film transcurren casi en su integridad en el interior de un campamento militar francés situado en el distrito de Verdún, durante las horas previas a que se dé por terminada la I Guerra Mundial -mediante el Armisticio del 11 de noviembre de 1918-. Las primeras imágenes no pueden ser más demoledoras: un pájaro muerto, una estatua religiosa desplomada, ruidos de cañones, animales muertos flotando en el agua, edificios destruidos, cadáveres humanos volando por los aires, rostros de soldados patidifusos, explosiones, un militar gritando al ejército enemigo: “maldita sea, ¿no estás cansado de jugar al tenis con mi esqueleto?”… Poco después conocemos al protagonista de la historia, Jean Diaz, un soldado conocido entre sus compañeros por ser el único que vuelve siempre ileso del campo de batalla; en su mismo regimiento está también François Laurin, con cuya mujer mantiene una relación amorosa: “el que sobreviva tendrá el derecho de irse con ella”, llega a decirle un soldado a otro mientras contemplan la tensa relación entre los dos hombres. Este tramo bélico inicial, que termina con el momento en que Jean promete a François no volver a experimentar jamás sentimiento alguno hacia su esposa Edith, está lleno de escenas para el recuerdo: una mujer entretiene a los soldados entonando una canción cuyo ritmo van marcando los disparos de los cañones -algo que es acentuado a través del montaje-; Jean coge de la mano a un compañero aterrorizado por la situación, poco antes de prometer a sus camaradas que nunca habrá otra Guerra como aquella; las imágenes victoriosas posteriores al Día del Armisticio son intercaladas con otras en las que se nos muestran cementerios gigantescos, trincheras desoladas y militares hundiéndose en el fango; etc.

 J’accuse (1938)

El tramo intermedio de J’accuse (1938) aborda la vida de Jean Diaz como civil una vez terminada la guerra y a lo largo de casi dos décadas: el protagonista mantiene varios triángulos amorosos en los que confluyen Edith y la hija de esta última; se refugia durante años en un taller donde comienza unas investigaciones científicas destinadas -según sus propias palabras- a ‘prevenir otra guerra’; y parece ir perdiendo gradualmente su cordura conforme el recuerdo de los compañeros caídos en combate se va haciendo más insoportable. Comienzan a aparecer también los primeros detalles de carácter fantástico, referidos en particular a la obsesión del protagonista con un cementerio, en el cual están enterrados los miembros de la última patrulla junto a la que luchó en combate: Jean asegura escuchar las voces de sus antiguos camaradas y descubre que la mujer que cantaba para los soldados durante la contienda también experimenta dicha sensación. Asimismo, durante este segmento del film presenciamos el momento más genuinamente ‘terrorífico’ de todo el metraje, cuando durante una noche de tormenta el protagonista se aparece a su nueva amiga con el pelo blanco y el rostro petrificado: un gato negro camina en la oscuridad, las ventanas no dejan de dar golpes contra las paredes y mientras Jean cuenta lo que acaba presenciar -algo que nunca llega a quedar del todo claro- los rayos iluminan intermitentemente sus ojos y al fondo podemos ver las cruces que adornan las tumbas de los militares… Pero en última instancia, esta segunda parte de J’accuse (1938) es sobre todo una ocasión para la exhibición actoral de Victor Francen, quien en su papel de Jean Diaz pronuncia varios monólogos de alta carga dramática, destacando especialmente aquel que da nombre al film -y el cual resume a la perfección el mensaje que Gance dirigía a los espectadores:

“Acuso a la guerra de ayer de haber creado la Europa actual y acuso a la guerra de mañana de preparar la destrucción de Europa. Acuso a la humanidad de no haber aprendido ninguna lección de la última catástrofe, y de esperar la siguiente guerra con los brazos cruzados. Acuso a los despreocupados, a los cortos de miras, a los egoístas, de haber permitido que Europa se divida, a pesar de la sangre derramada en vano. Y acuso a los hombres de hoy, no solo de no haber entendido, sino de haberse reído cuando alguien como yo les recordaba la más bella expresión sobre la tierra: amarse los unos a los otros. Y acuso a los mismos hombres de no haber escuchado las voces de los millones que murieron en la guerra y que os han gritado durante veinte años. ¡Deteneos! ¡Estáis tomando el mismo terrible camino!”

 J’accuse (1938)

Por su parte, los últimos veinte minutos de J’accuse (1938) son los que mejor justifican la inclusión de esta película en la presente antología. Cuando es consciente de que un nuevo conflicto internacional está en marcha, Jean Diaz recurre al último recurso que le queda para guardar la promesa que hizo a sus compañeros de regimiento: invocar a los caídos en combate durante la I Guerra Mundial; aunque no sepamos con claridad si es para advertir a la humanidad sobre los peligros que acarrea una contienda de esas características o para castigarla por haber llegado a la misma situación que años atrás. Es entonces cuando presenciamos la secuencia más famosa de todo el film, quizás con algunos problemas de montaje -no queda claro el alcance del fenómeno o dónde están situados los grupos humanos que de él participan- pero no por ello menos impactante: las flores se marchitan, los animales huyen asustados, empieza a oler a sulfuro y los cristales de las ventanas se rompen; las tumbas de los cementerios militares se desvanecen y millones de soldados de todos los países que se vieron inmersos en la Gran Guerra se abren paso a través de aire, mar y tierra, convertidos en presencias fantasmales y buscando su tierra natal; algunos de ellos están desfigurados, otros mutilados y los hay que sólo tienen una calavera por rostro; las estatuas erigidas en honor a los soldados caídos también cobran vida y se unen a la espectral comitiva… Pese a todo, lo más escalofriante de J’accuse (1938) son las palabras escritas con las que se abre la cinta, absolutamente premonitorias y plenamente válidas a día de hoy:

“Esta película está dedicada a los muertos de las guerras del mañana, que sin duda al verla reconocerán en ella el rostro de su propio tiempo. Abel Gance”

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