domingo, 15 de abril de 2018

Policías, gurús y juicios














El tiempo libre de la semana pasada lo dediqué, como de costumbre, a visionar tanto películas -entre ellas la polémica Elle, la simpática Grabbers o la ochentera Blue Steel, comentada aquí hace siete días- como series -por fin terminé la tercera temporada de Rick and Morty-, pero sobre a un género que no suelo visitar demasiado a menudo últimamente: los documentales; aunque en este caso fueran, técnicamente, 'series' documentales. 

Flint Town. Poco más de cien policías para una ciudad estadounidense de 100.000 habitantes, recién salida de un escándalo medioambiental y habitual en la lista de poblaciones más violentas. Ese es el planteamiento de esta producción que, a lo largo de ocho capítulos, intenta mostrar con todo lujo de detalles el microcosmos de la comisaría de Flint. Asistimos a turnos de noche, redadas, arrestos y demás actividades policiales, pero también a conversaciones íntimas, escenas caseras y momentos familiares. Rodada y editada como una película de alto presupuesto, y tan adictiva como la mejor serie 'de profesiones' -¿Urgencias?-, se podrá decir de Flint Town que es algo efectista, pero no se podrá negar que es tremendamente efectiva. 

Wild Wild Country. Un gurú de la India decide fundar una comuna en EEUU: eso es todo lo que sabía sobre esta serie -vendida con frases del estilo 'hay que verla para creerla'- y es quizás todo lo que hay que saber sobre ella para disfrutarla al máximo. Dotada de un gran apartado técnico, una banda sonora prodigiosa, un archivo audiovisual absolutamente descomunal -no quiero imaginarme el tiempo para seleccionar todo el material mostrado- y multitud de entrevistas a personas implicadas en los hechos, la serie tiene su verdadero punto fuerte, sin embargo, en una historia tan rocanbolesca y sorprendente que, cada cinco o diez minutos, es capaz de desencajar la mandíbula del espectador: en mi caso, al menos, lo consiguió. 

Making a Murderer. La historia de Steven Avery -arrestado por asesinato poco después de salir de la cárcel, tras pasar allí casi dos décadas por un crimen que, según el ADN, no cometió- fue la primera serie documental de gran éxito lanzada por Netflix y sin ella quizás no existirían todas las que vinieron después. Aunque carece de los recursos cinematográficos de los que hacen gala las dos anteriores propuestas, ello no la hace menos valiosa. Los temas musicales de Gustavo Santaolalla -en la línea de su obra maestra, la BSO del videojuego The Last of Us-, los endiablados entresijos de la historia y las absorbentes escenas judiciales -a veces de larga duración- hacen de ella una serie triste y dura, pero también adictiva e  imprescindible. 

Publicado en La Voz de Almería (13-4-2018) 

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