
Debo confesar que, hasta ahora, no he llegado a emocionarme con casi ningún trabajo de Guillermo del Toro: me fascina su imaginería visual –su faceta creativa más alabada, y con razón–, su pasión por el cine fantástico –en toda su amplitud temática y estética–, la originalidad de sus propuestas, su confeso amor por los monstruos y el esfuerzo que pone en planificar, levantar y desarrollar cada uno de sus proyectos artísticos; pero, al mismo tiempo, acostumbro a no conectar con los personajes de sus películas y el desarrollo dramático de sus historias –el factor que, personalmente, me lleva a revisar mis películas favoritas una y otra vez– me suele resultar forzado o poco inspirado.
Curiosamente, hace dos años me lo
pasé en grande cuando vi Pacific Rim
(2013) en el cine: los personajes –con algunas excepciones– y el desarrollo de
los acontecimientos no me entusiasmaron, ni tampoco el aluvión de secuencias
nocturnas –un recurso al que suele recurrir buena parte del ‘cine-espectáculo’
contemporáneo–, pero su efectivo planteamiento –un sueño infantil hecho
realidad–, sus poderosas escenas de acción y, sobre todo, la banda sonora de
Ramin Djawadi, me llevaron a aplaudir –literalmente– en más de una ocasión; el
segundo visionado, ya en formato doméstico, no fue tan memorable, pero quizás
porque el film fue concebido para verse en pantalla grande.
Pacific Rim (Guillermo del Toro, 2013)
La semana pasada llegó a la
cartelera La cumbre escarlata (2015),
el último trabajo del cineasta, y debo confesar que lo he disfrutado durante
casi todo su metraje. Gótica hasta la extenuación, hermosa hasta decir basta y
con una partitura a cargo de Fernando Velázquez que, sin tener temas
memorables, resulta de lo más funcional a la hora de meter al espectador de
lleno en la trama, la película me volvió sin embargo a chirriar en su tramo
final –sobre todo en lo que se refiere a las decisiones y comportamientos de casi
todos sus personajes– y algunas decisiones estéticas no me han convencido –esas
presencias fantasmales tan deudoras de Mamá
(2013), producida por el propio Del Toro.
Pero a pesar de estas últimas reticencias,
creo que mi balance personal es positivo: en este sentido, la escalofriante
presencia de Jessica Chastain –fue ella, y no los ‘ruidosos’ fantasmas, quien
logró ponerme los pelos de punta en más de una ocasión–, el asombroso diseño de
producción –obsesionado por la belleza implícita en toda decadencia– y la
siempre bienvenida posibilidad de disfrutar con una historia protagonizada por
un personaje femenino –en mi opinión, uno de los más habituales alicientes del
cine fantástico y de terror– me parecen motivos suficientes como para
recomendar su visionado.
La cumbre escarlata (Guillermo del Toro, 2015)
Publicado en La Voz de Almería (23-10-15)